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La Iglesia desde su inicio en el siglo II ha generado polémica y controversia, no sólo por el problema de la tenencia de tierras (poder), sino por la calidad de vida de sus miembros en cuanto al desarrollo libre e integral de su personalidad, y aunque a lo largo de la historia haya ido reivindicando sus errores, sigue siendo un signo de contradicción por sus posiciones rígidas y extremistas frente a las normas y las doctrinas. De igual manera su inclinación moralista, poco existencial, deja en claro su estancamiento frente a una sociedad que avanza a un ritmo vertiginoso. La postura oficial de la Iglesia sobre la vivencia afectiva y emocional de sus jerarcas, religiosos y religiosas ha sido de tipo condenatorio más que de acompañamiento y orientación.