Descripción:
Decía Michel de Montaigne, en su ensayo El arte de conversar, que prefería la controversia y la contradicción al puro acuerdo. En efecto, aquellas no le despertarían la cólera y sí la atención. Más aún: podía considerar un triunfo el hecho de que un adversario lo doblegara con juiciosos razonamientos y una derrota, en cambio de ganar con argumentos débiles. Pero señalaba: Difícil es, sin embargo, atraer a esta costumbre a los hombres de mi tiempo, quienes no tienen el valor de corregir, porque carecen de fuerzas suficientes para sufrir el ser ellos corregidos a su vez; y hablan además con disimulo en presencia los unos de los otros1. (Montaigne, 2010, p.216). ¿No significa acaso que cuando se discute con cólera y con saña se abre el camino de la animadversión? Se trasladan entonces los argumentos de la sana disputa a los argumentos ad hominem, es decir contra el hombre. Para Montaigne, quien era un hombre moderno en una tierra todavía medieval, la disputa debería llevar a la verdad. Pero, ¿esa no era la pretensión del diálogo socrático? Y más aún, en caso de no triunfar, definitivamente el asombro y la paradoja deberían impregnar al espíritu.