Descripción:
Confío al lector de estas reflexiones una de mis más fuertes impresiones ante la lectura de la novela de Juan José Saer “El entenado”: la sensación de extrañeza. Tal sensación se fue enriqueciendo y posiblemente asentando con más “firmeza” (palabra extraña a la extrañeza misma) con el progresivo develarse del relato. Pues a través de los ojos de un huérfano de quince años, europeo, que arriba sin mayor afán de aventuras a la costa de las Indias, náufrago en una tribu aborigen, se van develando progresivas extrañezas: la constatación – sin tiempo para la reflexión – de ser nuevamente huérfano[1], el conocimiento, ya en la tribu, de los ritos periódicos de antropofagia y orgía – y el no develamiento, a la par, del sentido de los mismos- ; el descubrimiento de todos los pormenores de la vida de la tribu en esos años de convivencia; la revelación , con el avanzar de los años y ya fuera de la tribu, que todo ese mundo (los indios y “su” mundo) manifestaban sobre todo una apuesta al no aniquilamiento como un instinto colectivo de “persistir” diferentes al mundo. En fin, la extrañeza como sentimiento fundamental frente a la existencia propia, confirmada seguramente cuando ya desde otra “orilla” de la vida, sesenta años después la memoria actúa con la misma incertidumbre que tuvo la percepción en su momento[2].