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Título : | COMENTARIO DE SÉNECA, “Cartas a Lucilius” |
Autor : | |
Editorial : | Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación - Universidad de la República |
Descripción : | COMENTARIO DE SÉNECA, “Cartas a Lucilius” (hacia 63-65 d.C.): trad. de L. Riber: S., 00.CC., Madrid, Aguilar, 1961.- TEMAS DE ÉTICA ESTOICA (II): La dimensión ético-pedagógica. “El sabio no es otra cosa que el pedagogo del género humano” (carta 89) “…ser, no solamente el preceptor, sino testigo de la verdad” (c. 20) I. La estrecha relación que enlaza Ética y Pedagogía en los estoicos es una consecuencia de su concepto de la Filosofía como “arte de vivir”. El sabio, al mismo tiempo virtuoso y feliz (nexo a su vez irrompible), aquel que ha alcanzado lo que la filosofía procura, es el individuo que está llamado a ser “el pedagogo del género humano”. Pedagogo conserva en este caso su sentido originario de practicar “conducción” o “guía” (en griego: agogé); sólo que ya no se refiere a guiar al niño (paidós) sino a la humanidad como género (sugestivo asunto para averiguar: cómo fue constituyéndose este descentramiento). Y el sabio no puede guiar si no es, él mismo, testimonio de la verdad – por lo que hay que entender: haciendo de sí, sobre sí, lo que aconseja a otros en materia de preferir y evitar. Esto compone un cúmulo de nociones de no fácil aclaración: es probable que, en el curso de la historia, el estoicismo haya sido más exaltado que interpretado. Por lo pronto, lo más inmediato: se presupone una humanidad “maleada” que necesita reforma moral. Aun en los momentos en que se representa un idílico “estado de naturaleza”, asevera Séneca que la virtud es un logro tras un trabajo sostenido, no un dato primitivo; un producto del “arte” (esfuerzo ahincado, voluntario). Como sucede con las virtudes, los males responden a las nociones de la época en que se los denuncia. Un esquema según los conceptos entonces vigentes daría este cuadro (ver É. Bréhier, Chrysippe; 1910): - males “interiores”: error, ignorancia, incertidumbre, pesadumbre, arrepentimiento - males “externos”: enfermedad, pobreza, pérdidas, esclavitud, violencia, ignominia. Si estas son (a primera vista) razones para el pesimismo, digamos en seguida –lo que el estoico no deja de hacer- cuáles virtudes, cuáles bienes poseíbles tras el esfuerzo liberador permiten al sabio superar la vulnerabilidad y lo conservan indemne a las “agresiones”. Las mencionadas más frecuentemente en las Cartas de Séneca son: justicia, fortaleza, templanza, prudencia. Una presentación particularmente impresionante del tema se encuentra en la Carta 9 (se supone siempre que citar pasajes es recomendar la lectura completa del texto). Es el ejemplo clásico de Estilbón: este, despojado de todo, único sobreviviente del incendio de su ciudad, reflexionó: “Nada he perdido, todos mis bienes están conmigo”. ¿Qué es lo que no puede quitársele? “la justicia, la entereza, la prudencia, ese mismo bien de estimar que no es bien aquello que puede arrebatársele. (…) ¿Ves –comenta Séneca- cómo es más fácil vencer a toda una nación que a un hombre solo?” (Agreguemos por nuestra cuenta que el último de los “bienes” enumerados hace pensar en un retorcimiento retórico cercano a la sofística.) Se nos hace presente el problema, digamos así, metodológico: qué vía seguir para realizar la reforma moral; el final de la cita anterior da una pista: se apelará al “hombre solo”. Veamos estos pasos, siguiendo a Bréhier: 1º. En principio, una afirmación individualista (o que así suena en los oídos “modernos”), característica de las Escuelas de la edad helenística: la confianza se deposita en la acción que se ejerce sobre la persona individual, apelando a la disposición y a la fuerzas de esta. ¿Se piensa también en una difusión como por “contagio”? Es un punto para pesquisar. En Séneca se encuentra, sí, la tesis de que el mal-obrar se difunde en el medio – habría que verificar si eso mismo puede decirse del obrar-bien, del “vivir bien”. 2º. Se está pensando, pues, inequívocamente, en una reforma pedagógica, aunque no de masas. La tarea educativa del estoico, es sin duda, de raíz socrática (y, en efecto, Sócrates es constantemente evocado), pero, precisamente no platónica (es decir, no del Platón de la madurez, tal como lo hallamos por ejemplo en República y en el escrito final, Leyes). 3º. No es una postura platónica porque no se trata de reformar las instituciones (sistema educativo, familia, Estado). El estoico, escribe el autorizado historiador francés, “es escéptico sobre la eficacia de la acción moral de las instituciones, puesto que sabe que las leyes son puramente “convencionales, por lo que la política sólo puede ser un medio, no un fin” (op. cit., pág. 216 y nota 2). Fundarse en estatutos consensuados es confiar en el terreno incierto de lo relativo. 4º. El argumento se cierra con una visión difícil de asimilar con los criterios actualmente en circulación. Los estoicos no propusieron realizar la justicia como introduciendo en la realidad un valor hasta ahora ausente o una novedad desconocida, “y es porque estaban convencidos de que ella existe desde siempre: la realidad cósmica es esencialmente moral, contiene en sí la sabiduría y la felicidad supremas”. Ante esto, un lector de estos días no puede menos que declararse intrigado: ¿reforma moral sin promoción de la justicia como algo diferente de lo que existe? En todo caso ha de quedar a salvo la libertad de interpretación y de aceptación respecto de la enseñanza de la Estoa. Sí hay que decir que esta discurre por otras vías que las que es común que se recorran (y se reclamen) en nuestros días (inclusive se debe contar con la posibilidad de que la doctrina aparezca como una colección de “buenas palabras” anodinas). El contenido es, más o menos, este: el maestro estoico postula que hay que apuntar al cambio del individuo que filosofa, que se educa, - y esto sin discriminación alguna de orígenes sociales[1] -, de manera tal que preste obediencia en sí mismo al único poder verdaderamente liberador –la razón-, que es una dote humana de la misma índole (diríamos: “de la familia”) que el ordenador de todas las cosas, el agente divino. Es una forma relevante de lo que ha sido llamado religión filosófica. Contiene una afirmación racionalista y una afirmación teológica; la visión total se aproxima al panteísmo. Por un lado, el hombre como “animal racional” y, por eso mismo, soberano e invencible: “si quieres sujetar todas las cosas a ti, sujétate a la razón” (c. 37). Por otro lado, ese sujeto dueño de sí integra la comunidad de los seres en tanto que asociación divinamente orientada, ordenada. Las dos caras son inseparables: “¿Por qué razón no has de creer que existe algo divino en aquel que es parte de Dios? Este universo que nos contiene en un solo ser y es Dios: compañeros somos suyos y somos miembros” (c.92). –Se considera que san Pablo ha sido el más cercano a este enfoque no-cristiano. Refiriéndose a Crisipo, É. Brehier ratifica la filiación socrática del intelectualismo estoico: “Parece retornarse al socratismo, en el que las virtudes son conceptos que se definen una a una con un cambio: para Crisipo la virtud es, además, de un concepto, una regla; es, al mismo tiempo, conocimiento y decisión (theoritiké y praktiké). La teoría intelectualista incorpora la teoría voluntarista”. Se trata de este punto fundamental: en qué medida tener una “vida buena” supone lucidez sobre las nociones éticas; o, también, en qué grado el “arte de vivir” supone pasar de los vivido a lo hablado (la expresión, elaborada en diálogo, como acto de cobrar conciencia). De Sócrates a los estoicos se ha conformado una tradición a favor del papel del pensamiento –el examen racional- como factor director. Los diálogos juveniles de Platón ofrecen múltiples testimonios al respecto (mientras por nuestra parte queda en pie la duda sobre si, en Sócrates mismo, es posible separar teoría de práctica). Toda la discusión acerca de las virtudes (aretai) sería insustancial –un mero entretenimiento- si no apuntara al “verdadero carácter”, a la “naturaleza” de las nociones éticas. Reproducimos dos pasajes del complejo diálogo Cármides: “Es indudable que si posees la prudencia (sophorsyne) estás en condiciones de formarte de ella una opinión. Puesto que se halla en ti, debe forzosamente generar algún sentimiento de modo de hacerte una idea de qué es la prudencia y cuál es su verdadero carácter. Y, hablando como hablas el griego, sabrás expresárnosla tal como tu espíritu la concibe” (158E-159A). “Cuando se presenta una idea hay que examinarla y no soltarla a la ligera, si es que uno cuida de sí mismo” (173A) (En cuanto al texto, convendría cerciorarse de cuáles términos griegos corresponden a “sentimiento”, “idea”, “verdadero carácter”. En cuanto al contenido, vale la pena subrayar cómo considerar ideas intelectualmente se enlaza con “cuidar de sí”, y lo hace con tanta naturalidad, que no requiere una prueba explícita.) II. “Acuérdate de lo que has de hacer y de lo que has de evitar” (c. 107). En la óptica de los estoicos, la filosofía es, pues, pedagogía, y esta, a su vez, “formación moral” (la expresión puede leerse en varios lugares de la obra de Séneca, fruto de la madurez del autor). El maestro de filosofía es un maestro de acción o, como se nos dice, “un animador”. Un trozo de la carta 108 expone gran parte del credo de los estoicos y qué implica la intervención del educador como director de conciencia. Es el siguiente: “Es fácil excitar al oyente al amor de la rectitud: en todas las almas la naturaleza puso los cimientos y la semilla de las virtudes. Todos nacimos para todas ellas; cuando el animador se le acerca, entonces aquella nuestra alma buena despiértase, como soltada del sueño”. Todavía hay que advertir que para el autor la facilidad de ser excitado encierra un riesgo de superficialidad. Se dice, en ese mismo lugar, que “son muy pocos los que consiguieron llevar a casa el buen propósito que concibieron”. De algunos pasajes se puede inferir que el mundo humano al que apunta este lenguaje es el de una clase media sin ambiciones de propietario, una clase de ciudadanos que adecuan sus deseos a sus recursos; y queda claro que los grandes propietarios (latifundistas) son social y moralmente retardatarios. Cabe preguntar cuál es el instrumento –digamos: el recurso didáctico- de esta acción educativa por cierto alejada –y crítica- de los usos que definían la instrucción reglada de la época. (Pesquisar, de las cartas, las que refieren al esquema de las artes liberales, heredado de los griegos: “en la época romana, la enkuklios paideia / de donde la voz enciclopedia / era la preparación necesaria, para todas las formas de cultura superior: literaria, técnica, científica, así como filosófica—este ciclo desempeñaba el papel de los estudios secundarios entre los modernos”, escribe H. –I. Marrou, San Agustín y el fin de la cultura antigua). En torno a las cartas 94 y 95 se encuentran valiosas indicaciones sobre cómo concebía Séneca la acción del educador y sus medios. Puesto que lo que ofrecen es un cuadro abigarrado, de incesante tono exhortativo, nos servirá distinguir niveles y asuntos. 1. Si bien se postula una suerte de innatismo (las virtudes están en nosotros), el “arte” de la educación es necesario en su función de llamado que “despierta”: “Las almas traen consigo los gérmenes de todas las cosas honestas y las aviva la amonestación” (c.94) El hombre está como “destinado” a moverse en la esfera de los conceptos éticos, es el ser capaz de la bondad y de su omisión. “Con todo, agrega Séneca, si la eficacia de los preceptos fuera nula, habría de suprimirse toda enseñanza y contestarnos con sola la naturaleza” (id). Y no hay que desesperar sobre las posibilidades de recuperación, de “reeducación”: el que se aparta del proceder recto sigue siendo apto para rehacerse: “no se extingue en ellos su buena índole, sino que solamente está oscura y oprimida”. 2. El trabajo de formación, por lo mismo que es un arte, una tarea deliberada, necesita recurrir a preceptos (recomendaciones, exhortaciones, “avisos”). Sobre esto, la exposición de Séneca pasa por distinciones, no siempre de todo explícitas, que procuraremos despejar recurriendo también a Epicteto, su cuasi coetáneo. a) Es para destacar que Séneca haya considerado irrelevante la distinción entre enunciados descriptivos y enunciados normativos. Tratándose de ética, y el hombre es el ser ético por excelencia, el lenguaje reviste inmediatamente el carácter de una incitación a obrar, de algo dado como ejemplar o digno de ser secundado (o imitado, si es cuestión de personajes: Sócrates, Zenón, Catón…). Un ser “etizado” lo recibe todo como sirviendo al “bien vivir” (la filosofía griega había consagrado la fórmula eu práttein). Que lo descriptivo se recibe como normativo, -el concepto ético es paradigmático de suyo, - es lo que se desprende de la carta 95: “Quien da preceptos, dice: “Harás tal cosa si quieres ser templado”. Y quien describe, dice: “Templado es el que hace tal cosa, el que de tal cosa se se abstiene”. ¿Preguntas qué diferencia hay? El uno da el precepto; el otro, el dechado de la virtud”. Importa a la Pedagogía diferenciar especies de enunciados. En general, se hablará de principios cuando la recomendación es general: en tanto que se hablará de preceptos cuando se advierte sobre qué hacer o qué evitar en una elección particular; de los primeros se nos dice que son “convicciones para toda la vida”. (Es orientador considerar un planteo de J. Dewey acerca de “principios” y “reglas”: ver Textos instrumentalistas, ed. mim. Allí se lee, y es un modo de hablar que parece responder a la tradición estoica: “Ningún principio moral auténtico prescribe un curso de acción específico…No es, pues, una orden para actuar –o abstenerse de hacerlo- en determinada forma: es un instrumento para analizar una situación concreta”.) El dominio de los preceptos es el campo de la Parenética (en español existe parénesis, con el sentido de exhortación o amonestación). La esfera de los principios es la Dogmática (dogma, como fundamento). Se menciona todavía otro plano: el de la Teoría. Las cuestiones que aborda (ver también carta 95) serían tópicos inconfundiblemente socrático-platónicos: “Nada conseguiré si ignoramos qué es la virtud, si es una o son muchas, separadas o conexas, si quien tiene una tiene también las otras, en qué se diferencian”. Es como si estuviéramos repasando los temas de los diálogos juveniles de Platón; pero, en estas Cartas senequistas, esos asuntos permanecen sobrentendidos o implícitos. Séneca está pensando en la teoría como cierre del sistema. Así es que encontramos esta aseveración: “Así como las hojas no pueden verdecer por sí mismas, sino que les es necesaria la rama a la cual se adhieren y cuya savia reciben, así también estos preceptos, si están solos, se mustian; quieren injertarse en teorías”. Epicteto ha establecido con claridad esta diversidad de planos; su esquema no coincide exactamente con el de Séneca. Aquel distinguió también tres niveles: práctico, que, según la invariable tendencia de la escuela, es siempre el esencial; genético, sobre el origen de las prescripciones; lógico (corresponde a una suerte de “metaética”) El capítulo 52 del Manual (“Enquiridión”) da estas precisiones: “la primera parte de la filosofía, y la más importante, tiene por objeto la puesta en práctica de los preceptos, --ejemplo: “No se debe mentir”. La segunda atañe a las demostraciones; ejemplo: “¿Qué origen tiene eso de que no se debe mentir?” la tercera es la que establece firmemente y explica en detalle esas mismas demostraciones; ejemplos: “¿cómo nace una demostración? ¿qué son lo verdadero y lo falso?” La tercera parte sólo es necesaria en vista de la segunda, y esta en vista de la primera. Sin duda, la más necesaria, el punto de llegada es la primera”. b) Séneca fija lo que podríamos llamar el estatuto de los preceptos y de los principios que trasmiten la enseñanza moral. Lo destacable es que la pararénesis estoica no es un cúmulo de imposiciones a la manera de un código que implicaría penas (en realidad, el castigo mayor para el que peca es su propia inquietud, la conciencia de falta). Es notable que quede expresamente excluido todo carácter juridizante de la educación y sus recursos. “Las leyes, leemos, alejan del crimen, los preceptos exhortan al deber”. Al haberse afirmado que las semillas de la virtud están naturalmente en el alma del hombre, la tarea del “animador” (el maestro) consiste en pronunciar llamados que reaviven lo que permanece como adormecido. No existe la inneidad del mal. Así como las virtudes son fruto de la educación, los vicios se adquieren, se absorben del medio: “En cada individuo hay los vicios de todo el pueblo, porque es el pueblo quien se los contagió”. Séneca llega a decir que “los preceptos no obligan sino que ruegan”; aunque también sostenga que el individuo ha de ser regido “hasta que pueda regirse (a sí mismo)”. Si tenemos en cuenta estas indicaciones, podríamos formular bajo la forma de recordatorios algunas de las enseñanzas fundamentales del estoicismo: Recuerda que… - El hombre es sagrado para el hombre - “Dominarse a sí mismo es el más grande de los dominios” (c. 113) - Sólo la razón libera - La atención al cuerpo te hace vulnerable a las necesidades - No naciste para el pequeño rincón en que vives - Si consientes las pasiones, serás su esclavo - Tu prójimo te devolverá el trato que le dispenses - Eres del linaje de los dioses (…) El cuadro precedente no agota la lista de los deberes (en griego: kathekonta) tal como los concibe el estoico. Es sólo un ejercicio para verificar cómo aparece la doctrina cuando se le quita la intención penal de “apartar del crimen”. Interesa hacer notar que los enunciados componen un grupo “sincrético”, con préstamos mutuos entre lo seguidores de la Estoa (desde Zenón, hacia el 300 a. C) y de otras áreas de civilización; sincrético era, en general, el mundo helenístico-romano: helénico, por sus raíces culturales, y romano por la estructura del escenario imperial[2]. Habría que determinar, en cada caso, el grado de generalidad que serviría para contar tal o cual máxima como “precepto” o como “principio”: debe suponerse que esto resultaba más claro en la praxis concreta de la Escuela. En un caso, la cualidad de principio (convicción para toda la vida”) se destaca inequívocamente. El hombre es declarado sagrado para el hombre. (Para insistir sobre algunos puntos y abordar otros, abrimos un nuevo parágrafo complementario de este.) III “Aprendemos no para la vida sino para la escuela” (c. 106). A) Un rasgo típico de esta “formación moral” es la reaparición, bajo formas múltiples, del tema de la actitud que busca infundir en el discípulo para asumir los sucesos desfavorables y los venturosos. Uno y otros componen la suerte que es común a los humanos: “Impongamos la serenidad a nuestro espíritu, y paguemos sin queja el tributo de la mortalidad” (c.107). Se preguntará si esto significa resignarse a un orden que no cuenta con nosotros o nos es hostil. Es un tópico de difícil interpretación y que está en el centro de la sensibilidad estoica. En lugar de impotencia resignada, lo que se desprende de los textos y de los testimonios indirectos es la adopción de un temple optimista, de aceptación calma y complacida de un orden cósmico inteligente; “todo lo que acaece debía acaecer. Al discípulo, el maestro estoico, que se muestra tan leal a sus principios en la vida como en los libros, le trasmite la lección de que “nada hay mejor que padecer lo que no puedes enmendar y seguir, sin murmuración, los caminos de Dios, de quien proceden todas las cosas”. La poesía filosófica, otro medio del que la Escuela se vale, ha enseñando este reconocimiento de que el mundo, “nave gigantesca de la que Júpiter empuña el timón”, es, si se lo vive rectamente, una “obra hermosísima”. Se conserva un Himno de Cleanto que era habitual citar (ver también Epicteto, Enquiridión).Transmitido por Cicerón (a su vez allegado a Séneca, fue alumnos de Posidonio en Rodas, importante centro helenístico), reza así: “Condúceme, oh padre Zeus, dominador del cielo soberano, dondequiera te plazca; no hay tardanza en mi obediencia. Presente estoy y sin pereza. Si no quisiere, te seguiré gimiendo; y si soy malo padeceré haciendo aquellos mismo que el bueno sufre de buen grado”. (Cleanto, o Cleantes, encabezó la Escuela luego de Zenón de Citio, su fundador, y antes de Crisipo. Es el probable autor de la sentencia que cita Pablo en el discurso en el Areópago, Hechos,17:28: “Así lo han dicho también algunos de vuestros poetas. Porque somos también linaje de él”.) B) “Recuerdo que esto era lo que nos preceptuaba Atalos cuando nos sentábamos en su escuela y éramos primeros en entrar y los últimos en salir, y le planteábamos cuestiones mientras iba y venía...” La carta 108, escrito pedagógico por excelencia, aborda numerosos aspectos relacionados con el vínculo educativo. El eje es la cuestión de la disposición y de la autenticidad. Sin la primera, el discípulo no es tal; sin la segunda, el que se pone a enseñar no es más que practicante de que hoy llamaríamos “doble discurso”. “Quien se acerca al filósofo, llévese consigo cada día algo bueno; retorne a sus casa o más sano o más sanable”. El encuentro tiene que ser la ocasión del cambio: voluntad de ver y de hacer las cosas de otro modo. Si no es así, sólo es cuestión de pasatiempo, aun cuando se alcance cierto grado de excitación (puede darse amor sin amistad): ver carta 35. “Para una gran parte de estos oyentes verás que la escuela del filósofo es un entretenimiento de su ociosidad. Hacen esto, no por dejar allá ningún vicio, para aprender alguna ley de la vida, a la cual conformen sus costumbres, sino por fruir el deleite de sus oídos”. (Notar que el concepto saca a luz un problema que ha estado en pie en todo tiempo: cómo incidir en la modificación de las “costumbres” –asunto de valoraciones- sin estar practicando el adoctrinamiento.) Por su parte, el maestro-filósofo adopta el papel de director de conciencia. Sólo de los que viven los preceptos que comunican “practicando lo que dicen”, es posible aprender, “sacar de sus enseñanzas la ciencia de la vida bienaventurada” (se recordará que el tratado senequista que así se titula: De vita beata , es el que Descartes recomendaba –no sin reparo- a la princesa Elizabeth). Hay como una remembranza del conflicto entre Sócrates y los sofistas, cinco siglos después, cuando Séneca se refiere a presuntos rivales que lo indignan. Se lee entonces: “No creo que haya ralea de hombres tan funesta para todos los mortales como los que aprendieron la filosofía como una profesión mercenaria y viven muy diferentemente de lo que prescriben deberes vivir. (...) Un preceptor así no puede serme más útil que un piloto mareado mientras arrecia la tempestad. ¡Y cuánto más brava es la tempestad que agita la vida que combate la antena! No es hablar lo que importa, sino gobernar el timón”. Puesto que ésto fue dicho en una época que se distinguió por la proliferación de manuales y de obras que ya eran clásicos (peligro, por lo tanto, de abordarlos como letra muerta), se comprende que Séneca describa con minucia (por ej., sobre un pasaje de Virgilio) los diversos modos de plantearse la lectura, es decir, la exégesis: el modo del filólogo, el del gramático y el del filósofo[3]. La diferencia es en principio simple: el filósofo, interesado en transmitir una sabiduría, no un repertorio de giros idiomáticos y de anécdotas, hará que las lecciones ajenas, -de los “nuestros”, como Zenón, Crísipo o Posidonio, pero también de Platón-, sean objeto de una apropiación tal, que acaben dejando de ser “cosas de otros”. Maestros de esta clase, que “practican lo que dicen”, ejercen un influjo indispensable para quienes no están maduros para retraerse en soledad. “Cuando ya hubieres avanzado tanto, que ya tuvieres el respeto de ti mismo, te será lícito despedir al preceptor; mientras tanto, guárdate bajo la autoridad de alguno, llámese Catón o Escipión o Lelio...., mientras no te hagas tal, que no te atrevas a pecar delante de sí” (c.25). Como se ve, las valoraciones tienen para el estoico un carácter fuertemente cualitativo; no es cuestión de votos sino de apreciaciones que apelan a la conciencia. “Con malas artes se capta el favor popular. (...) Es mucho más pertinente la opinión que te merezcas a ti mismo que la que merecieres otros...¿Qué nos enseñará, pues, aquella tan alabada filosofía , preferible a todas las artes y a todas las cosas? Te enseñará a preferir agradarte a ti que al pueblo, a aquilatar los juicios, no a contarlos” (c.29). Rechazo, pues, de lo colectivo anónimo, no de la asociación entre iguales deliberadamente buscada: el estoico no predica la sociedad mundial, el “gran cuerpo”, para eximirse de la sociedad en la tierra (Séneca dice, inclusive: “me desvelo en interés de la posteridad” ); y este será el espíritu que animará los consejos de Descartes a Elizabeth (lo hemos evocado antes) por ejemplo, cuando le asegure, en setiembre de 1645: “es preciso preferir los intereses del todo, del que se es parte, a los de su persona particular; sin embargo, hacerlo con mesura y discreción ...” ( Digamos, de paso, que existe cierta tendencia, necesitada de revisión, a transformar en `egotismo´ la línea cartesiana que acentúa la subjetividad y la racionalidad. ) A este respecto, lo esencial del pensamiento estoico ha sido intensificar la experiencia de la conciencia moral, dotándola de un peculiar dinamismo que la distingue, como tal experiencia, de cualquier tipo de escrupulosidad medrosa (aunque sí está presente el tema del examen de conciencia ). Se madura éticamente a través de una especie de lucha de apropiación de los modelos, de autogeneración de una actitud vigilante respecto de los actos propios, a la luz de los paradigmas que son también, por eso pedagogos de humanidad. Rodolfo Mondolfo ha destacado este rasgo refiriéndolo, no sólo a los estoicos, sino asimismo a sus rivales epicúreos (consta que Séneca cita con frecuencia a Epicuro para demostrar que las Escuelas han desarrollado una sabiduría común). Leemos en el estudioso ítalo-argentino, quien fue uno de los mayores exponentes de la historiografía acerca de las ideas en la Antigüedad: “Con epicúreos y estoicos por igual, el problema ético se centra en la conciencia moral, que se forma por el proceso educativo iniciado con la acción que ejerce la autoridad del maestro, director de conciencia, sobre sus discípulos. Autoridad que no es, sin embargo, ni siquiera al comienzo, exterior al espíritu del discípulo ni sufrida pasivamente por éste, sino aceptada por una elección espontánea y voluntaria que –como se ve en el fragmento 210 Usener de Epicuro-, se convierte de cierta manera en una creación continua del modelo..." |
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