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Título : | La función del legislador en El contrato social: una metáfora político-pedagógica. |
Autor : | |
Editorial : | Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación - Universidad de la República |
Descripción : | María Marta Quintana* Universidad de Buenos Aires e-mail: martyacuatic@yahoo.com.ar Para formar este hombre extraño, ¿qué tenemos que hacer? Cuando sólo se trata de navegar contra el viento, se bordea; pero si está alborotado el mar y se quiere permanecer en el sitio, es preciso echar el ancla. Jean-Jacques Rousseau, Emilio. El presente trabajo reconstruye los argumentos rousseaunianos relativos a la función del legislador en el pacto social y propone interpretar esa figura como una metáfora de la educación y el problema de la trascendencia-inmanencia de la moral que se plantea en la Modernidad. I. Enmarcado en la tradición iusfilosófica, Jean-Jacques Rousseau hace del consentimiento el gesto por excelencia a la base de la legitimación del orden político, señalando en virtud de ello que es preciso, como condición de posibilidad del pacto justo, un individuo libre, capaz de autodeterminarse como voluntad soberana de su propio nómos. Pero al mismo tiempo, el filósofo enfrenta la problemática cuestión de que este hombre, dueño de la libertad moral, es en realidad el resultado del contrato, de la asociación que da origen a la voluntad general –no su punto de partida. Por consiguiente, explorar los argumentos mencionados en relación al acto fundacional de la República, y respecto del nacimiento del “hombre nuevo” (ciudadano) que resulta de esa peculiar asociación, resulta fundamental para dilucidar la presencia de esa figura extraordinaria que parece develar una fuerte impronta pedagógica en el corazón la política contractual. En otras palabras, y a modo de hipótesis, no resulta exagerado afirmar que la educación es el supuesto que funciona de modo implícito; no obstante, también se hace evidente que si aún no se ha celebrado el pacto fundacional, atendiendo el orden lógico de la secuencia pacto-Estado-instituciones, la institución educativa es inexistente. Ello obliga, entonces, a conceder “por principio” la importancia de una (buena) educación en tanto disciplinamiento del uso de la libertad en virtud del pacto. Como señala el filósofo contemporáneo Carlos Cullen, las sociedades necesitan de mecanismos de conservación y de progreso, de constitución de sujetos socializados, de construcción de subjetividades ético-políticas. Desde esta perspectiva de análisis, se puede observar que al reconstruir la secuencia argumentativa de Rousseau, a propósito de la importancia y la necesidad de un “legislador”, se hace patente la función de mediación que supone la pedagogía, representada en este caso por esa figura compleja y enigmática, para pasar de la dimensión proyectual y fundacional del Estado-nación a su concreción y regulación social y política. Así, en el modelo rousseauniano la educación parece ser la condición de posibilidad de la ciudadanía, esto es, la actividad protésica que saca al hombre del hipotético “estado de naturaleza” y, por lo tanto, de la existencia ceñida a lo inmediato. II. Si bien Rousseau impugna la hipótesis hobessiana del homo homini lupus en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, así como también critica y denuncia que el pacto histórico que ha dado origen al Estado, celebrado entre ricos y pobres, es un pacto logrado mediante el engaño, un pacto inicuo, sin embargo, encuentra razonable la conformación de un cuerpo moral y colectivo que tenga como punto de partida la alienación de todos los derechos de cada asociado a toda la comunidad, puesto que no abandona la idea del “contrato social” como mediación y fundamento de legitimación de la relación súbditos-soberano. No obstante, la propuesta teórica del filósofo es la de un pacto justo en el que la justicia y la utilidad no se encuentren separadas[1]. He aquí el punto de partida de El contrato social. Rousseau comienza el capítulo titulado “Del pacto social”, suponiendo que los obstáculos que perjudican la conservación de los hombres en el estado de naturaleza triunfan y que, por consiguiente, ese estado no puede subsistir más (a pesar de la resistencia de cada individuo a salir del mismo), por cuanto el género humano se estaría condenando a sí mismo a perecer si no transformara su manera de vivir. Ahora bien, una vez planteada la hipótesis del estado natural (pre-civil), la cuestión radica en hallar un modo de unir, por agregación, la fuerza y la libertad naturales que a cada uno pertenece (dado que los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas), como instrumento de autoconservación. Sostiene luego que se trata de “encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, obedezca tan sólo a sí mismo, y quede tan libre como antes” (Rousseau, 1998: 54). Según el diagnóstico del autor ginebrino, tal es el problema fundamental al cual el contrato social da solución: constitución del cuerpo político a partir de la transformación de los muchos yo en un “yo común” producida instantáneamente (¿milagrosamente?) por cuanto la asociación de cada uno con los demás y la sumisión de cada cual a todos constituye un único y mismo acto. Y afirma el filósofo que “inmediatamente, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea y por este mismo acto ese cuerpo adquiere su unidad, su yo común, su vida y su voluntad” (1998: 56), puesto que a través de esa enajenación, de la persona de cada asociado y de todos sus derechos, el poder soberano pasa a encarnar en la voluntad general. Siendo esta última el resultado de la peculiar forma en que se produce la asociación, que es a la vez unión de todos y sumisión de todos al conjunto (Cf. Bobbio, 1985: 123). Ahora bien, el autor señala que el pasaje del estado de naturaleza al estado civil provoca en el individuo un cambio muy notable, radical, dado que sustituye en su conducta el instinto por la justicia y otorga a sus acciones una dimensión moral que antes no tenían. En sus palabras, “tan solo entonces, cuando la voz del deber sucede al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve obligado a actuar según otros principios y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones” (1998: 59)[2]. De esta manera, pareciera que el hombre salvaje al consultar su razón reconoce y comprende que si bien al pactar perderá su libertad natural y su derecho ilimitado a todo lo que desea y puede alcanzar, mediante tal contrato, y en su nueva y doble condición de súbdito y de soberano, obtendrá la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee –a partir del cambio milagroso y cualitativo que este imprima en su subjetividad. En resumen y más precisamente, alcanzará la libertad moral, la única que lo vuelve (convertido en ciudadano) realmente en dueño de sí mismo: obediente a la ley que uno mismo se ha prescripto (1998: 60). Hay que señalar que en el marco de esta secuencia argumentativa, el hombre es libre cuando obedece a la ley que él mismo se da. Luego, en el estado de naturaleza el hombre no es libre –aunque de hecho sea feliz-, porque obedece a sus instintos. Asimismo, en la sociedad civil que aún no ha celebrado el pacto justo, por ende fundada en la desigualdad entre pobres y ricos, el hombre no es libre porque si bien obedece a las leyes, esas leyes no son de su propia autoría por cuanto han sido creadas por otros que están por encima (engaño mediante) de él –tal como nuestro filósofo ha demostrado en el Segundo Discurso. De aquí se sigue que la alienación total de los derechos naturales al cuerpo político, constituido por la totalidad de los que contratan, debe servir para dar a todos los miembros de dicho cuerpo leyes en las que el hombre, convertido en ciudadano mediante pacto justo, reconozca la propia ley que él se hubiera dado a sí mismo en el estado de naturaleza –en caso de haber podido ejercitar libremente su razón. En este sentido, una vez realizado el pacto, el ciudadano rousseauniano se realiza como un hombre nuevo –a diferencia del ciudadano en el contexto de la filosofía política de Locke que no parece ser más que el hombre natural protegido por las leyes positivas con posterioridad a la asociación. No obstante, surgen las siguientes cuestiones: a) si el filósofo afirma que es necesario realizar el pacto para que el hombre adquiera la dimensión moral de sus acciones, esto es, reemplace el instinto y el egoísmo por la justicia, ¿cómo es que se pone en marcha el proceso de constitución de la república (justa) entre hombres ignorantes y egoístas (tal como han sido caracterizados, ya se trate del estado de naturaleza o de la sociedad civil constituida mediante pacto inicuo)? De otro modo, ¿cómo se enciende la “voz del deber”? Asimismo, b) si el individuo es libre tan sólo cuando obedece a ley de la que él mismo es autor, y para ello es preciso que se haya celebrado el pacto fundacional justo, ¿cómo es que puede haber habido una conciencia esclarecida que pusiera en marcha el proceso de institución de la ley, de constitución de la república y que pronunciara el fiat performativo (“esta es la ley”, “esta es la constitución”) dando lugar al corte entre lo civil y lo natural? En otras palabras, si se necesita educar la libertad para el pacto –de lo contrario, se derrumbaría la hipótesis del consentimiento-, y todos los contratantes se encuentran en una situación de igualdad (natural/instintiva o corrupta), ¿qué o quién operó como bisagra de la socialización política? III. Rousseau finaliza el capítulo “De la ley” afirmando que “las leyes no son estrictamente sino las condiciones de la asociación civil. [Y que por consiguiente] el pueblo, sometido a las leyes, debe ser su autor; [en tanto] tan sólo corresponde a quiénes se asocian, regular las condiciones de la sociedad” (1998: 83)[3]. No obstante, rápidamente aventura una serie de cuestiones, esto es: ¿cómo harán esos asociados para regularlas?; ¿será de común acuerdo?; ¿cómo se enunciará la voluntad del cuerpo político?... puesto que para el filósofo la multitud es ciega, ignorante y, en consecuencia, raramente reconoce lo que conviene al bien común. Cabe señalar entonces que este es un problema central que pone en evidencia la paradoja a la base de la fundación republicana, en tanto el punto de partida, horizontal, entre iguales, reclama ahora un elemento desigual, un trascendente/externo a la unión de los contratantes. En este sentido, agrega el ginebrino que “la voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es esclarecido” (1998: 83). Es decir, si bien la voluntad general no yerra, no se equivoca porque sólo tiene en cuenta el interés común (y nadie quiere hacer oneroso el pacto que resguarda el bien común), sin embargo, el pueblo puede ser engañado por aquellas voluntades individuales que persiguen el interés particular, haciéndole perder la justa dirección, y querer lo malo (1998: 71). Se necesita entonces de un iluminado. Es decir, de una inteligencia superior que persuada (presuponiendo un consentimiento que de hecho no se da, porque si fuera explícita ya habría conciencia por parte de los contratantes) pero sin coaccionar, por cuanto el consentimiento a la alienación total, que requiere la formación de la voluntad general republicana, correría el peligro de transformarse en una obediencia sin ley, por lo tanto: en fuerza, en una sumisión sin libertad. En otros términos, el modelo reclama una conciencia que opere en una interioridad-exterioridad, en un como si sus motivos-saberes (esclarecidos) pudiesen ser obedecidos con libertad al ser captados en la interioridad de las conciencias aún no esclarecidas. Y ello pone de manifiesto la necesidad de un pedagogo, es decir, de un tutor que despierte la conciencia de lo político que anida en la razón. Pero, sin olvidar que para la mentalidad moderna la politicidad en el hombre no es innata, sino artificial. De esta manera, se hace aún más evidente la importancia concedida a la pedagogía, si se atiende al hecho de que los argumentos rousseaunianos se encuentran poblados de figuras cuyo corolario enseña que cuando los hombres son brutos aman su embrutecimiento; al igual que el esclavo que no rompe sus cadenas porque ha perdido el deseo de salir de su esclavitud –pues, si la fuerza lo ha esclavizado es su cobardía la que lo ha perpetrado en esa situación, afirma el pensador (1998: 44). Luego, escribe: “es necesario obligar a unos, a conformar su voluntad a su razón; es necesario enseñar al otro a conocer lo que quiere” (1998: 84). De múltiples maneras, surge la necesidad de un legislador y he aquí su función: una conciencia esclarecida políticamente que de cuenta del proceso de institución de la república, punto neurálgico y problemático del artificio que supone el Estado moderno en el modelo iusnaturalista, y que asimismo sea capaz de cambiar la naturaleza humana, esto es, “… de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario en parte de un todo mayor”. Y continúa aclarando que “es necesario, en una palabra, que él quite al hombre sus fuerzas propias para darle otras que le sean extrañas, y que no pueda utilizar sin la ayuda de otro” (1998: 85). Se trata, en definitiva, de dar a luz a un nuevo hombre en el que las fuerzas naturales queden aniquiladas, y en el que las adquiridas sean más grandes y duraderas[4]. Se trata, pues, de alcanzar la virtud republicana, el patriotismo, el amor a la cosa pública y de desterrar el instinto, el egoísmo y lo irracional que hay en el hombre. En esta dirección Rousseau apunta a mostrar que la voluntad general es hechura de ese mismo hombre, pasible de ser “transustancializado” una vez realizado el milagro de la unión. Sin embargo, resulta indispensable una voluntad exterior a esa unión, primigenia y perdida en la noche de los tiempos, que sea capaz de conocer la ley, de pronunciar: “esta es la constitución”. De aquí que para el filósofo, el legislador sea ante todo un hombre extraordinario en el Estado, tanto por su genio como por su función. Un soberano que al mismo tiempo que absolutísimo, por cuanto es anterior a toda ley civil, no tenga ninguna prerrogativa, ningún derecho legislativo, en virtud de que el poder de hacer leyes es el intransferible del pueblo constituido en voluntad general, ni tampoco poder ejecutivo; pero al que, no obstante, le quepa dar la ley como una voluntad originaria, primigenia, que encienda el motor para la constitución de la república. Pero, aclara una vez más el filósofo, que esa imposición no puede ser realizada de cualquier modo, dado que no se trata de una conquista ni de una coacción. En sus propias palabras: “para que un pueblo que nace pueda apreciar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería necesario que el efecto pudiera devenir la causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiera a la institución misma; y que los hombres fuesen, antes de las leyes, lo que deben llegar a ser gracias a ellas. Así, por tanto, al no poder el legislador utilizar ni la fuerza ni el razonamiento, es de necesidad que recurra a una autoridad de otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer” (1998: 87). E insiste en el hecho de que los individuos, cegados por sus intereses particulares, raras veces perciben las ventajas que imponen las buenas leyes. Por el contrario, el legislador es aquel que puede descubrir cuáles son las reglas de sociedad que mejor conviene a cada nación, pues él no experimenta ninguna inclinación, ninguna pasión y todo puede verlo. El propio Rousseau da cuenta de la magnitud de la problemática al decir que de hecho se necesitarían dioses para dar leyes a los hombres (1998: 84). El legislador es el mecánico que inventa la máquina, pero no su obrero: es el emisario de la palabra secularizada. Una figura ciertamente cara para El Contrato social. IV. Para concluir, al menos provisoriamente, cabe aseverar que el problema que el legislador pone de manifiesto es el del poder constituyente, el de una voluntad que al mismo tiempo que trasciende el sistema coincide, en la inmanencia de la razón, con las voluntades contrayentes. En consecuencia, esa figura resalta la necesidad de la existencia de un sabio conocedor de la ley que pueda ponerla de manifiesto al vulgo, a esa “masa inculta e ignorante”. Un alma milagrosa que se eleve por encima de los hombres vulgares y que, apelando al recurso divino, conmueva la presencia humana, despierte su conmiseración. Un alma que no se confunda con embusteros y aduladores, con prestidigitadores de verdades que engañan al pueblo: “He aquí [dice nuestro filósofo] lo que ha obligado en todos los tiempos a los padres de las naciones a recurrir a la intervención divina y a poner su sabiduría en boca de los dioses, a fin de que los pueblos sometidos a las leyes del Estado como a las de la Naturaleza y reconociendo el mismo poder en la formación del hombre y en el de la ciudad, obedezcan con libertad y lleven dócilmente el yugo de la felicidad pública” (1998: 87-88). En lo desarrollado sucintamente en este trabajo se ha tratado de mostrar de qué modo el pacto transforma al hombre y a la ciudad instituyéndolos en el mismo gesto fundador. Pero, también se ha buscado poner de manifiesto, de qué modo se hace imprescindible en el planteo de Rousseau una apelación a lo trascendente como elemento de sociabilidad, de puesta en marcha del proceso. De aquí, la afirmación final de El contrato social acerca de que la religión ha sido el instrumento de la política, en la noche perdida de la fundación republicana, como instrumento de conversión, de civilización de esa masa analfabeta e ignorante. Más aun, el capítulo con que finaliza el Contrato, “De la religión civil”, remarca la importancia que tiene para el Estado una religión cuyo credo consista en el amor a los deberes patrióticos, una religión sin más dogma que la devoción por la cosa pública (1998: 205). Y si fue la religión la prótesis puesta a la “naturaleza humana”, el elemento aglutinante, condición de posibilidad para la asociación, para la constitución de un “yo común”, de una voluntad general, puede conjeturarse la importancia de la educación como institución que pone al resguardo la “cosa pública” y, por lo tanto, como mecanismo de conservación y de progreso de la sociedad. La educación como promesa del porvenir, del Siglo de las Luces, puesto que Rousseau destaca al legislador como el educador de la conciencia moral y, por consiguiente, de la ciudadanía. Si se concibe entonces al legislador como metáfora, se hace patente cómo ese trascendente-inmanente funciona del mismo modo que la pedagogía, en tanto, la subjetividad ético-política se educa en un como si viniese del exterior pero para convertirse, finalmente, en la voz del deber –inmanente al emplazamiento de la individualidad. En otras palabras, la diferencia como un momento lógico en la ontología de la mismidad propia de la Modernidad. Y afirma el escritor del Emilio, que ese oficio del legislador que establece la República no entra en su constitución: “así se hallan a la vez en la obra de la legislación dos cosas que parecen incompatibles: una empresa que sobrepasa la fuerza humana y, para ejecutarla, una autoridad no existente” (1998: 87). En definitiva parecieran quedar dos caminos. Uno, trazado sobre la posibilidad de que una vez que el legislador pronuncia “ésta es la ley” su carácter trascendente se desvanezca dejándolo confundido como uno más del pueblo unido –que al escuchar la proposición cree estar profiriéndola él mismo en la privacidad de su interior. El otro, sobre la posibilidad de que al finalizar la tarea el legislador extraordinario emprenda la retirada hacia otras ciudades carentes de legislación, de educación. Bibliografía Bobbio, N.: Estudios de historia de la filosofía. De Hobbes a Gramsci, Debate, Madrid, 1985. Cullen, C.: Perfiles ético-políticos de la educación, Paidós, Buenos Aires, 2004. Dotti, J. E.: “Pensamiento político moderno” en De Olaso, E. (ed.): Del Renacimiento a la Ilustración I (Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía VI), Trotta, Madrid, 1994, pp.53-76. Rousseau, J.-J. (1762): El contrato social, Losada, Buenos Aires, 1998. ------------------ (1755): Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Losada, Buenos Aires, 1998. * Profesora de Filosofía, Universidad de Buenos Aires. Maestranda en Sociología de la Cultura, Universidad de San Martín. Docente e investigadora, UBA. [1] Cabe señalar, siguiendo a Norberto Bobbio, que repecto del autor del Segundo Discurso queda clara la diferencia entre el contrato como ficción histórica y el contrato como fundamento de legitimación, esto es, como ideal regulativo de la razón. Cf. Bobbio, N.: Estudios de historia de la filosofía. De Hobbes a Gramsci, Debate, Madrid, 1985, p.118. [2] El subrayado es mío. [3] El subrayado es mío. [4] Cf. Idem. |
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