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Título : Mochlos, o El conflicto de las Facultades
Autor : 
Editorial : Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación - Universidad de la República
Descripción : Mochlos, o El conflicto de las Facultades   -      Conferencia en la Univ. De Columbia (NY), 17. IV.1980, se publicó en Pholosophie, Nº. 2, abr./ 84, Paris, Minuit. Texto en español De E. Puchet(…)             Me atengo a la regla siguiente: intentar traducir El conflicto de las Facultades (I. Kant, 1798), en parte y a título de ensayo introductorio o paradigmático, para identificar los lugares de intraducibilidad, quiero decir, todo aquello que ya no puede llegar hasta nosotros y resulta fuera de uso para nuestro tiempo. Trataré de analizar esos núcleos intraducibles, y el beneficio que me prometo –no en esta breve muestra, sino, al menos, en la continuidad sistemática de este tipo de lectura. No será únicamente el inventario de lo que fue y ya no es más, ni tampoco de ciertas contradicciones, leyes de conflictualidades, antinomias de la razón universitaria, sino más bien de lo que sobrepasa tal vez esa racionalidad dialéctica. Y a la intraducibilidad que verificaremos acaso señale la incapacidad de la Universidad para comprenderse en la pureza de su interior, para traducir y trasmitir su propio sentido. Y esto, quizás, desde su origen.             ¿Bastará hoy con hablar de contradicción en la Universidad? El primer interés del texto kantiano, ¿no radica en reconocer el conflicto precisamente dentro de la Universidad? De tal conflicto prevé Kant la recurrencia inevitable, la necesidad en cierto modo trascendental y constitutiva. Clasifica los diferentes tipos y lugares de la contradicción, las reglas de su retorno, las formas de su legalidad o de su ilegalidad. Porque a toda costa quiere decir el derecho y discernir, decidir entre conflictos legales y conflictos ilegales que oponen entre sí las Facultades universitarias. El cuidado principal de Kant es legítimo de parte de alguien que entiende decidir sobre el buen uso del derecho, trazar los límites rigurosos del sistema llamado Universidad. Ningún discurso sería aquí riguroso si no empezara por definir la unidad del sistema universitario – dicho de otro modo, la frontera entre su interior y su exterior. Kant quiere analizar los conflictos propiamente universitarios, los que surgen entre las diferentes partes del cuerpo y del poder universitario, esto es, aquí, las Facultades. Quiere describir el proceso de esas contradicciones internas, pero también, clasificar, jerarquizar, arbitrar. Pero, antes de proponer una división general del cuerpo enseñante y reconocer los dos grandes tipos de Facultades que pueden enfrentarse (las superiores y las inferiores), encuentra Kant una primera –e incluso una previa a la primera- dificultad a la que hoy en día seríamos todavía más sensibles que él. Como era previsible, la dificultad obedece a la definición de un cierto exterior que mantiene con el interior una relación de semejanza, de participación y de parasitismo capaz de originar un abuso de poder, un exceso propiamente político. Exterioridad, pues, en la semejanza. Puede adoptare tres formas (sólo una de ellas le parece a Kant peligrosa) La primera es la organización en academias o en sociedades científicas (savantes) especializadas. Estos “talleres” no pertenecen a la Universidad, Kant se limita a mencionarlos. No visualiza ninguna colaboración, ninguna competencia, ningún conflicto entre la Universidad y estas sociedades científicas (scientifiques) Y, sin embargo, estas no representan, como los aficionados privados que menciona el mismo pasaje, un estado de naturaleza de la ciencia. Tales instituciones, que son también efectos de la razón, desempeñan un papel esencial en la sociedad. Hoy, -y aquí radica un primer límite a la traducción del texto kantiano en nuestro espacio político-epistemológico-, la competencia y los conflictos de frontera pueden ser muy graves entre centros de investigación no universitarios y Facultades universitarias que realizan, a la vez, la investigación y la transmisión del saber, la producción y la reproducción de los conocimientos, la producción y la reproducción de los conocimientos. Estos problemas no se dejan ya aislar o circunscribir desde el momento en que conciernen a la política de la investigación científica, es decir, también, a todas las estrategias socio-técnicas (militares, médicas o de otro tipo, estos límites y categorías pierden actualmente toda pertinencia), la informatización a su nivel intra- o inter-estático, etc. Todo un campo queda ampliamente abierto al análisis de este “exterior” de la Universidad que Kant llama “académico”. En tiempos de Kant, este “exterior” podía limitarse a un margen de la Universidad. Aún así, la cosa no es tan segura, no tan simple. En todo caso, hoy, la Universidad se vuelve su propio borde. A esta condición son reducidos determinados departamentos universitarios. El Estado deja de confiar ciertas investigaciones a la Universidad que no es capaz de recibir las respectivas estructuras o de controlar las apuestas tecno-políticas. Cuando regiones del saber ya no pueden dar lugar a formación y evaluación propiamente universitarias, toda la arquitectura del Conflicto de las Facultades resulta amenazada y, con ella, el modelo regulado por el feliz acuerdo de un poder real (royal) y la razón pura. La representación de este modelo permanece casi idéntica en todo el Occidente, pero la relación con el poder y con la investigación que el modelo programa en las academias y en los institutos de investigación es muy diferente según los Estados, los regímenes, las tradiciones nacionales. Estas diferencias resaltan en las intervenciones del Estado y los capitales públicos o privados. No pueden dejar de repercutir en la práctica y el estilo de los investigadores. Ciertos objetos y ciertos tipos de investigación escapan a la Universidad. En ocasiones, como en algunos países del Este [dicho en 1980] la Universidad está enteramente confinada a una actividad de enseñanza reproductiva. El Estado la desliga de un derecho a la investigación que reserva a academias que no hacen enseñanza. Esto deriva casi siempre  de cálculos de rentabilidad  tecno- política operados por el Estado o por poderes capitalistas nacionales o internacionales, etáticos o transetáticos, como un puede suponerlo en la conservación de la información y el montaje de bancos de datos respecto de los cuales el universitario debe abandonar la representación del “guardián” o de “depositario” del saber. Pero esta representación constituía, justamente, la misión universitaria. Desde que la biblioteca no es más el tipo ideal del archivo, la Universidad ya no es el centro del saber, no puede dar a sus actores (sujets) la representación de un centro tal. Desde que, por razones de estructura o por apego a viejas representaciones, la Universidad no puede abrirse a determinadas investigaciones, participar en ellas o trasmitirlas, se siente amenazada en ciertos lugares de su cuerpo, amenazada por el desarrollo de las ciencias o a fortiori por los cuestionamientos de la ciencia o sobre la ciencia; amenazada por lo que considera un borde invasor. Amenaza singular e injusta, puesto que la creencia constitutiva de la Universidad es que la idea de la ciencia está en el principio mismo de la Universidad. ¿Cómo podría entonces amenazarla en su desarrollo  técnico siendo imposible separar saber y poder, razón y performatividad, metafísica y dominio técnico? La Universidad es un producto (acabado), casi diría un hijo de la pareja inseparable de metafísica y técnica. Daba, al menos, un lugar o una configuración topológica a esa procreación. La paradoja radica en que en el momento en que esa generación desborda los lugares que le están asignados, cuando la Universidad se hace pequeña y vieja, su “idea” reina universalmente, más y mejor que nunca. Amenazada –decía recién- por un borde invasor, puesto que las sociedades de investigación no universitarias, públicas, oficiales o no, pueden también formar nichos (poches) en el campus universitario. Algunos miembros de la Universidad pueden alojarse allí e irritar el interior del cuero docente como parásitos. Marcando el sistema de los límites puros de la Universidad, Kant quiere cerrar el paso a todo posible parasitismo. Quiere poder excluirlo, legítima, legalmente. Sin embargo, la posibilidad de parasitar surge desde el momento en que hay lenguaje, es decir también, dominio público, publicación, publicidad. Querer controlar –ya que no excluir- el parasitismo es desconocer en algún aspecto la estructura de los actos del lenguaje.  (Dicho al pasar: es por eso que análisis de tipo desconstructivo han aparecido frecuentemente como teorías del parasitismo[i]: la razón que apuntaba también, directa o indirectamente, a la legitimación universitaria.) Nos mantenemos siempre en el umbral del Conflicto de las Facultades. A Kant se le hace más difícil dejar fuera una segunda categoría. Pero, al nombrarla, parece que estuviera ahora muy conciente de una apuesta política. Se trata de la clase de “letrados”: die Litterarten (Studirte). No son científicos (savantes) en sentido estricto (eigentliche Gelehrte), sino que, formados en la Universidad, se han vuelto agentes del gobierno, comisionados, instrumentos del poder (Instrumente der Regierung). A menudo se han olvidado, en gran medida, de lo que debieron haber aprendido. El Estado les asigna una función y un poder para fines que son los suyos, y no los de la ciencia: “no en beneficio de las ciencias”, dice Kant. A estos exestudiantes los llama hombres de negocios o técnicos de la ciencia (Geschäftsleute oder Merkkundige der Gelehrtsamkeit). Su influencia sobre la población es oficial y legal (aufs Publicum gesetzlichen Einfluss haben). Representan el Estado y detentan un poder temible. En los ejemplos que Kant cita se deja ver que estos hombres de negocios del saber son formados por las tres Facultades llamadas “superiores” (Teología, Derecho, Medicina). Son los eclesiásticos, los magistrados y los médicos, que no se forman en la Facultad de Filosofía. Pero, hoy, en la clase así definida de los técnicos u hombres de negocios del saber tendríamos que incluir una variedad y un número masivamente mayores de agentes: fuera, en el borde y dentro de los lugares universitarios. Son todos los responsables de la administración pública o privada de la Universidad, todos los “decisores” en materia de presupuesto, de asignación y distribución de fondos (funcionarios de una ministerio o “trustees”, etc), todos los gestores de publicación y archivo, los editores, los periodistas, etc. Sobre todo, ¿no es hoy imposible, por razones que obedecen a las estructura del saber, distinguir con rigor entre científicos y técnicos de las ciencia, lo mismo que trazan entre el saber y el poder ese límite a cuyo abrigo querría Kant mantener el edificio universitario?  De hecho, Kant elabora su problema siempre en términos de “influencia sobre el pueblo”. Los hombres de negocios de la ciencia son temibles porque están en relación inmediata con el pueblo, el cual –dice con crudeza- se compone no de ignorantes, como se traduce habitualmente, sino de “idiotas” (Idiotez). Pero, como a la Universidad se le impone no tener ningún poder propio, es al gobierno que Kant pide mantener el orden (in Ordnung) a esta clase de hombre de negocios que siempre pueden usurpar el derecho de juzgar qué incumbe a las Facultades. Kant espera del poder gubernamental que cree él mismo las condiciones de un contra-orden, que asegure su propia limitación y garantice a una Universidad sin poder el ejercicio de su libre juicio para decidir acerca de lo verdadero y lo falso. El gobierno y las fuerzas que representa o que lo representan (la sociedad civil), deberían crear un derecho que limite su propia influencia y someta a todos sus encunados de tipo constatativos (los que pretenden decir lo verdadero), e inclusive los de tipo “práctico” (en la medida en que implican un juicio libre) a la jurisdicción de la competencia universitaria y, finalmente, a lo que en ella hay más libre y responsable referente a la verdad, la Facultad de filosofía. El principio de esta exigencia puede parecer exorbitante o elemental (uno de los dos o ambos), y, bajo Federico Guillermo, no tenía ninguna chance de aplicación, pero por razones que no son sólo de organización empírica y que desde entonces no habría hecho más que agravarse. Habría que imaginar hoy un control ejercido por la competencia universitaria (y, en última instancia, por la competencia filosófica) sobre todas las declaraciones de los funcionarios, de los actores que representan directa o indirectamente el poder, las fuerzas dominantes en el país pero también las fuerzas dominadas en tanto aspiran al poder y participan en el debate político o ideológico. Nada escaparía, ninguna voz en un diario, un libro, la radio o la TV, en el ejercicio público de un oficio, en la gestión técnica del saber, siguiendo todos los nexos entre la investigación llamada “básica” y sus “aplicaciones” civiles, policiales, médicas, militares, etc.; en el mundo de los estudiantes y de la pedagogía no universitaria (profesores liceales o educadoras de guardería, de los que Kant, extrañamente, nada dice en este lugar preciso); en todos los “decisores” en materia de funcionamiento y créditos universitarios, etc. En una palabra, nadie estaría autorizado a emplear públicamente su “saber” sin estar legalmente sometido al control de las Facultades, Kart dice, literalmente, a la “censura” de las Facultades.   Este sistema tiene la apariencia –y lo sería en realidad- de la tiranía más odiosa si: 1. la autoridad que juzga y decide en este caso no se definiera por el servicio  a la verdad más respetuoso y responsable, y 2. no estuviera despojado, por principio y por estructura, de todo poder ejecutivo, de toda vía de coerción. Su poder de decisión es teórico y discursivo y se limita a la parte teórica de lo discursivo. La Universidad está para decir lo verdadero, para juzgar, para criticar (en el sentido más riguroso de esta palabra), esto es, para discernir y decidir entre lo verdadero y lo falso; y, si está también habilitada para decidir entre lo justo y lo injusto, lo moral y lo inmoral, es en la medida en que están implicadas la razón y la libertad de juicio. Kant presenta esta exigencia como la condición de una lucha contra todos los “despotismos”, empezando por el que puede implantar en la Universidad esos representantes directos del gobierno que son los miembros de las Facultades superiores (teología, derecho, medicina). Uno podría ejercitarse interminablemente en traducir esta matriz, este modelo, y combinar sus elementos en diferentes tipos de sociedad moderna. Con igual legitimada se podría sostener las evaluaciones más contradictorias. Kant define, tanto una Universidad que garantiza las formas más totalitarias de la sociedad, como el lugar de la resistencia más intratablemente liberal a todo abuso de poder, y una resistencia que es posible calificar de la más rigurosa o la más impotente, según se mire. Su poder se limita, en efecto, al poder-pensar u juzgar, al poder-decir, pero no necesariamente decir en público, porque en tal caso se trataría de una acción, un poder ejecutivo que le está vedado a la Universidad. ¿Cómo es posible la combinatoria de evaluaciones tan contradictorias a propósito de un solo y mismo modelo? ¿Qué debe ser este modelo para que eso suceda? Aquí no puedo más que esbozar una respuesta indirecta a esta enorme cuestión. Los presupuestos de la delimitación kantiana se podían percibir desde el principio, pero se han vuelto hoy masivamente visibles. Kant tiene necesidad –y lo dice- de trazar, entre la responsabilidad en cuento a la verdad y la responsabilidad en cuanto a la acción, una frontera lineal, una raya indivisible y rigurosamente infranqueable. Para lograrlo, debe someter al lenguaje a un tratamiento especial. El lenguaje es el elemento común a las dos esferas de responsabilidad, y él es el que nos privará de toda distinción rigurosa entre los dos espacios que Kant quisiera disociar a toda costa. Es el lenguaje el que abre el ingreso a todos los parasitismos y a todos los simulacros. En cierto modo, Kant no habla sino del lenguaje en El Conflicto de las Facultades, la línea de demarcación pasa entre dos lenguajes, el de la verdad y el de la acción, el de los enunciados teóricos y el de los preformativos (las órdenes, sobre todo). Kant no habla de otra cosa que de lenguaje cuando habla de la “manifestación de la verdad”, de la “influencia sobre el pueblo”, de la interpretación de los textos sagrados en términos teológicos o, al contrario, en términos filosóficos, etc. Y, sin embargo,, está todo el tiempo borrando lo que en el lenguaje hace saltar los límites que la crítica criticista pretende asignar a las Facultades, dentro de estas y entre el “adentro” y el “afuera” de la Universidad. El esfuerzo de Kant, -es la grandeza del proyecto propiamente filosófico y la exigencia de un juicio capaz de decidir, - tiende a limitar los efectos de la confusión, simulacro, parasitismo, equívoco, indecibilidad (indécibadilité) que el lenguaje produce. (…) De ahí su tentación: transformar en leguaje reservado, intrauniversitario y casi privado el discurso de valor universal que es el filosófico. Para que un lenguaje universal no arriesgue el equívoco, se requeriría, en el límite, no publicarlo, no popularizarlo, no divulgarlo en un pueblo que necesariamente lo corrompe. En su respuesta al rey de Prusia, Kant se define así [Derrida utiliza la traducción francesa de J. Gibelin, Paris, Vrin, 1973]: “Como educador del pueblo, no he contravenido en mis escritos, sobre todo en el libro De la religión en los límites de la simple razón, las intenciones supremas y Soberanas que me son conocidas decir; es decir, no he dañado a la religión pública del país. Lo cual es vidente ya por el hecho de que ese libro no es capaz de dañar, siendo para el público un libro ininteligible y cerrado que no representa más que un debate entre académicos al que el pueblo no presta atención. A este respecto, las Facultades son libres de juzgar públicamente, según su mejor ciencia y consciencia; sólo los maestros populares, en escuelas y cátedras, quedan sujetos al resultado de esos debates que la autoridad nacional aprueba para exposición pública”.   (…) El concepto puro de Universidad está construido por Kant sobre la posibilidad y la necesidad de un lenguaje puramente teórico, movido por el único interés de la verdad, y de estructura que hoy se diría puramente constatativa. Sin duda este ideal queda garantizado, en la propuesta kantiana, por una razón práctica pura, por enunciados prescriptitos, por el postulado, por una parte, de la libertad, y, por otra parte, en virtud de una autoridad política de hecho que, de derecho, está obligada a dejarse guiar por la razón. Pero esto no impide, en modo alguno, que la estructura preformativa quede excluida de derecho del lenguaje sobre el que Kant regula el concepto de Universidad y, por ende, lo que en este concepto es puramente autónomo, a saber: la Facultad “inferior”, la de Filosofía. Me dejo guiar por esta noción de performatividad, no porque me parezca suficientemente clara y elaborada, sino porque ella apunta a un lugar esencial del debate en que os encontramos. Al decir performatividad pienso tanto en la performatividad como rendimiento de un sistema técnico, en ese lugar en que saber y poder ya no se distinguen, como en la noción austineana de un acto de habla que no se limita a constatar, describir, decir lo que es, sino que produce o transforma por sí solo, en ciertas condiciones, la situación de la que habla: por ejemplo, la fundación de una Graduate School, no hoy, cuando podemos constatarla, sino hace 100 años, en un contexto bien determinado. Los debates, interesantes o interesados, que se libran cada vez más en torno a la interpretación del poder preformativo del lenguaje aparecen ligados –al menos subterráneamente- a apuestas político-institucionales urgentes. Se desarrollan por igual en los departamentos de literatura, de lingüística o de filosofía; en sí mismos, en la forma de sus enunciados interpretativos, no son ni simplemente teórico-constatativos, ni simplemente performativos. Es que no existe lo performativo: hay performativos y tentativas antagónicas o parasitarias para interpretar el poder performativo del lenguaje, para revisarlo y utilizarlo, para investirlo performativamente. Y, todas las veces, se tenga o no conciencia de ello, van implicadas una filosofía, una política –no sólo una política general sino una política de la enseñanza y del saber, un concepto político de la comunidad universitaria. Forma que es hoy muy sintomática de una implicación política que ha estado operando en todo tiempo, en cada gesto y en cada enunciado universitario. No hablo únicamente de aquellos cuya responsabilidad político-administrativa debemos asumir: pedidos y asignaciones de fondos, organización de las enseñanzas y de la investigación, colación de grados, y, sobre todo, la enorme masa de las evaluaciones, implícitas o declaradas, cada una de las cuales supone una axiomática y efectos políticos (es como para soñar con un formidable estudio, que no sería sólo sociológico, del archivo de esas evaluaciones, con la publicación, por ej., de todos los expedientes, informes de tribunales, cartas de recomendación, y el análisis espectral, día- y sincrónico, de todos los códigos que allí coliden, se cruzan, se contradicen, se sobre determinan en la estrategia retorcida y cambiante de los intereses grandes y pequeños). No pienso solamente en esto, sino más precisamente en el concepto de la comunidad científica y de Universidad que debe ser legible (lisible) en cada frase de curso o seminario, en cada acto de escritura, de lectura o de interpretación. Por ejemplo, -pero los ejemplo se podrían variar al infinito,- la interpretación de un teorema, de un poema, de un filosofema, de un teologema no ocurre in proponer, simultáneamente, un modelo institucional, consolidar el existente que hace posible la interpretación o construir otro acorde con dicho interpretación. Explícita o clandestinamente, tal propuesta convoca la política de una comunidad de intérpretes en torno al texto y, simultáneamente, una sociedad global, una sociedad civil con o sin Estado, un verdadero régimen que hace posible la inscripción de aquella comunidad. Iré más lejos: cada texto, cada elemento de corpus reproduce o lega, en el modo prescriptivo o normativo, una o varias órdenes: reúnanse según tales reglas, tal escenografía, tal topografía de almas y cuerpos, funden un tipo de institución para leerme y escribirme; organicen tal tipo de intercambio y de jerarquía para interpretarme, evaluarme, heredarme, hacer que sobreviva (überleben o fortleben, en el sentido que da Bejamin a estas palabras, en La tarea del traductor). O, inversamente; si me están interpretando (en el sentido de desciframiento o en el de transformación performativa), entonces tendrán que asumir tal o cual forma institucional. (…) Así es que el intérprete no está nunca sometido pasivamente a órdenes, y su propia performance construirá, a su vez, uno o muchos modelos de comunidad –quizás diferentes, pera el mismo interprete, de un momento a otro, de un texto a otro, de una situación o evaluación estratégica a otras. Son responsabilidades suyas. Difícil decir en general de qué y ante qué se las asume. En cada ocasión, refieren al contenido y la forma de un nuevo contrato. Por ejemplo, cuando leo tal frase de tal contexto en el seminario (una réplica de Sócrates, un fragmento del Capital o del Finnegans Wake o un parágrafo del Conflicto de las Facultades), no me ajusto a un contrato ya existente sino que bien puedo escribir y preparar la firma de un nuevo contrato con la institución, entre la institución y las fuerzas dominantes de la sociedad (…) La institución no consiste solamente en los muros y las estructuras exteriores que rodean, protegen, garantizan o coartan la libertad de nuestro trabajo: es también, y de antemano, la estructura de nuestra interpretación. Por lo tanto, si pretende tener efectos, eso que se llama a la ligera la desconstrucción no es nunca un conjunto técnico de procedimientos discursivos, menos todavía un nuevo método hermenéutico que trabaja sobre archivos o enunciados, al abrigo de una institución existente y estable; es, también y por lo menos, una toma de posición, en el propio trabajo, acerca de estructuras político-institucionales que constituyen y regulan nuestra práctica, nuestras competencias y nuestros performances. Precisamente porque jamás se ha limitado a contenidos de sentido, debería la desconstrucción no ser separable de tal problemática político-institucional y requerir un cuestionamiento nuevo sobre la responsabilidad, un cuestionamiento que no fía necesariamente a l códigos heredados de lo político y de la ética. Lo que hace que, demasiado política para algunos, la desconstrucción pueda parecer desmovilizadora para aquellos que no reconocen lo político si no es con ayuda de los semáforos pre-guerra. La desconstrucción no se limita, ni a una reforma metodológica tranquilizadora para la organización instituida, ni, inversamente, a una pose de destrucción irresponsable o irresponsabilizante cuyo efecto más seguro es dejar todo tal cual y consolidar las fuerzas más inmóviles de la Universidad.    Es a partir de estas premisas que interpreto el kantiano Conflicto de las Facultades. A él vuelvo ahora, aunque en verdad no creo haberlo abandonado. Kant quería, pues, trazar una línea de demarcación entre los científicos de la Universidad y los hombres de negocios de la ciencia o los intrumentos del poder gubernamental, entre el adentro y el afuera más próximo al recinto universitario. Pero tiene que reconocer que esta línea no pasa sólo por el borde y alrededor de la Universidad. Atraviesa las Facultades y es el lugar del conflicto, un conflicto inevitable. Esta frontera es un frente. En efecto, refiriéndose a una organización de hecho que, según su proceder habitual, no rata de transformar sino analizar en sus condiciones de posibilidades jurídicas puras, distingue Kant entre dos clases de Facultades, tres superiores y una inferior. Y son abordar este enorme problema, le urge a Kant precisar que esta división y estas denominaciones (tres Facultades superiores, una inferior) dependen del gobierno y no de la corporación científica. Sin embargo, la acepta, procura justificarla en su filosofía y dar a este hecho las garantías jurídicas y racionales ideales. Las Facultades de teología, derecho y medicina son llamadas “superiores” porque están más próximas al poder gubernamental; y una jerarquía tradicional quiere que el poder sea más elevado que el no-poder. Es cierto que más adelante no oculta que su ideal político tiende a una especie de inversión de esta jerarquía. “Así, escribe, bien podría ser que algún día se llegue a ver que los últimos se vuelven los primeros (la Facultad inferior en la superior), no por el ejercicio del poder [yo subrayo, inclusive en esta inversión, Kant se mantiene fiel a la distinción absoluta de saber y poder], sino para dar consejo [y un consejo no es para él un poder] al gobernante, quien de este modo encontraría medios para alcanzar sus fines, más que en su propia autoridad absoluta, en la libertad de la Facultad filosófica y en la sabiduría que esta le aportaría”[ii] En este lugar el modelo de Kant no es tanto el del rey-filósofo de Platón como el de una cierta sabiduría práctica de la monarquía parlamentaria británica, a la que alude en una larga y divertida nota de la División General de las Facultades[iii]. (…)         [i] Cf por ejemplo, De la grammatologia (París, Minuit, 1967), esp. 79; La pharmacie de Platón, en La dissémination (París, Senil, 1972), p. 147; Signatura événement contexte, en Marges de la philosophie (París, Minuit, 1972), y Glas (París, Galilée, 1974) passim. [ii] Op. Cit., p37 (trad. francesa). [iii] Cf ibid, p. 16.
URI : http://biblioteca-repositorio.clacso.edu.ar/handle/CLACSO/46251
Otros identificadores : http://www.fermentario.fhuce.edu.uy/index.php/fermentario/article/view/29
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